Por: Luis G. Jansen

Ficción real

Don’t eat the yellow snow, del maestro Frank Zappa, es una maravilla creativa. Una suite musical moderna, compuesta en 1974, en la que Zappa sueña que es Nanuk, el esquimal. La genialidad del imaginario creado por la obra, coquetea con la peculiaridad de la relación entre realidad y ficción.

El espacio que separa los términos realidad – ficción, la reproducción del uno en el otro, ha sido objeto discursivo de forma y fondo en todas las disciplinas del arte. Las estructuras compositivas que rigen el arte, en especial del post-contemporáneo, son una realidad inspirada en ficción, partiendo de algo cierto. Pensemos en la emulación del exterior por los interioristas, en los elementos realistas del Moldava de Bedřich Smetana o en el hiperrealismo de las esculturas de Ron Mueck. El cine se comporta de manera similar.

En el cine se ha tratado, durante toda su historia, de reproducir la realidad, pero de hacerla más interesante. Tomemos el ejemplo de la misma Nanuk, el esquimal (1922), que inspiró a Don’t eat the yellow snow. El filme es un trabajo estupendo, que logró levantar un pietaje destacable; incluso, de acuerdo al crítico dominicano de cine Edwin Cruz, muy reconocible aún en la actualidad. Pero para Robert Flaherty, director de la obra, esto no fue suficiente.  Flaherty tuvo que tomar la verdad, “decorarla” un poco, con sus aditivos. Nos entregó un trabajo final, meritorio, pero condicionado. Condicionado por la intención, la de un autor y su persecución de cautivar al espectador y la de hacerlo más interesante.

Edwin Cruz ha explicado muy bien el fenómeno de Nanuk, el esquimal (1922), y el cómo, desde su inicio, el género documental (O más bien, no ficción) ha estado condicionado a la subjetividad y a la manipulación. Aun cuando se pueda aceptar como inocua la intención, como el caso de Flaherty. Entonces, para cuidarnos de nuestra propia subjetividad humana, el impulso sería apresurarnos a establecer los espacios limítrofes entre ficción y no ficción. Identificar en cada uno, elementos, características, reglas y condiciones que permitan diferenciar uno del otro. Y así hemos establecido una zona de confort, occidental y reduccionista, dentro de la cual se pueda discriminar un trabajo del otro. Y que quizás esto sea lo justo. O por lo menos, comprensible.

Es en este sentido, en esa danza en la que interactúan los géneros de ficción y de no ficción, es que, en el pasado año 2019, una película proveniente de la República de Macedonia del Norte, de pocas pretensiones, viene a reclamar un espacio con irreverencia iconoclasta. El documental Honeyland, dirigido por Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov. Un trabajo sincero, suficientemente escueto para abordar la complejidad, visualmente muy bien orquestado, y metafórico, sobre unos apicultores en la República de Macedonia del norte.

Kotevska y Ljubomir dedicaron 400 horas de rodaje, durante 3 años de sus vidas, a observar una apicultora tradicional, su manera de vivir y el transcurrir de su cotidianidad en su hábitat natural. La filmaron atrapada en su pueblo, asediada por la supervivencia y con su hambre chamuscada. Observaron a Hatidze, hermosa, tesonera, viva. Nos mostraron a su madre, a sus vecinos, y su pasado, en nuestras mentes. Nos permitieron observar sus costumbres y pensar sobre las nuestras. Y tomaron todo ese material y lo tradujeron en un lenguaje que el espectador promedio pueda leer y producirle empatía: lo convirtieron en una narrativa de ficción. Así pues, establecieron el esquema de los tres actos, el camino de una heroína, con sus desenlaces y el cierre de los ciclos y por supuesto, el mejor aditivo para completar el acto perfecto, nos dieron un villano.

Honeyland en la evolución del cine

Honeyland tiene un estilo narrativo basado en la dramaturgia. Sus autores han permitido que la narración sea la protagonista absoluta de la película, compitiendo únicamente con la interpretación que el espectador le pueda otorgar al trabajo. El crítico dominicano de cine José Maracallo ha puntuado que las mejores películas de ficción son las que más se acercan al género documental, y que los mejores documentales son los que más se parecen al cine de ficción. Y desde ese pensamiento se puede establecer la grandeza de Honeyland, en borrar completamente los espacios limítrofes entre el cine de ficción y el documental, en la construcción de una película que derriba muros y engrandece realidades.

El montaje en Honeyland es un ejercicio de narratología superior. Con mucha influencia de Man with a Movie Camera (1929), dirigido por Dziga Vertov. De hecho, se pudiese establecer un paralelismo entre las dos obras y sus puntos de encuentro: Aquellos donde el documentalista comunica a través de la subjetividad del montaje. Igual que en Honeyland, en Man with a Movie Camera (1929) hubo un despliegue de técnicas cinematográficas de storytelling.

Ahora, 90 años después, en Honeyland también se evidencian técnicas similares, de vanguardia, que permiten contemplar hacia donde se ha desarrollado el lenguaje cinematográfico. Es decir, que además de una respuesta en el diálogo entre los estudios de narrativa, Honeyland es una captura, una reproducción del proceso evolutivo del cine, presentado a través de la pureza de su narrativa. A través de sus aspectos técnicos, se aprecia una obra cinematográfica de mucho criterio y de mucha suerte.

Sobre ese punto, por ejemplo, tomemos la fotografía, está mucho mejor lograda que el promedio de lo visto en todo el último año por completo. Con un respeto correcto a la luz, a los ángulos, a las horas; a la danza entre luces y oscuridad, a la permisividad con las sombras y a los encuadres frescos, la película demuestra un ojo muy desarrollado de los directores y operadores de cámaras. La recolección de sonidos, que, en condiciones de filmación tan expuestas, con distancias focales tan variables y la espontaneidad que transpira la película, resulta, más que ilesa, aplaudible. Por momentos pudiera pensarse que sus realizadores, primero escucharon y después, la pensaron. Sin lugar a dudas se puede describir a Honeyland como un trabajo visual y sonoramente conmovedor, de mucho atractivo, que reta a ser etiquetado o categorizado, no apto para el espectador distraído en la parafernalia de la narrativa secular. Y hasta con un villano.

Honeyland

Escena de Honeyland (Google Images)

La delgada línea roja entre el documentalista y el documentado

Una de las discusiones más divisorias en el cine y fotografía documental, es la función del documentalista con relación a lo que retrata, y hasta donde llega el compromiso por documentar y empieza el compromiso con intervenir. Para algunos, una intervención de parte del documentalista, desvirtúa el contexto que intenta comunicar, es más, se ha llegado a considerar, que una intervención es una violación a la labor de documentar.

El documental War Photographer (2001), de Christian Frei, es uno de los casos más comentados sobre la necesidad de revisar la línea que separa el compromiso con la comunicación y la intervención humana en una situación dada. Cuando presenta la historia de James Nachtwey, su nivel de contacto y acercamiento con víctimas, y la dinámica de su relación con las mismas, despierta con mucha pasión el dilema ético del establecimiento de los límites. La impotencia iracunda del espectador reclama un freno, pero ¿Hasta dónde es lo correcto? En el caso de Honeyland es similar, el sufrimiento de esta señora es descorazonador. Entonces, ¿se ha debido intervenir?

Hatidze realiza esfuerzos titánicos por sobrevivir, destruidos constantemente por factores que pudieron ser resueltos con muy poco esfuerzo de parte de los documentalistas, ¿Está siendo explotada? ¿Constituye un acto de abuso de parte de los autores? Honeyland, en ese sentido, se ha mantenido al margen; para permitir el paso a una historia muy humana y muy conmovedora. Solo observar. Y el documental es tan observacional como poético, poniendo su esfuerzo en que la historia de un grupo de personas que se pasean frente a una cámara, sin un ápice de idea de lo que la cámara observa en ellos, logre despertar la conciencia necesaria para evitar que estas historias se produzcan. Es una apuesta larga, arriesgada, pero coherente; porque respeta los pilares del género en el cual se enmarca. Prostituir y capitalizar una historia como la que captaron las cámaras, puede considerarse hasta noble.

Ahora bien, luego de respetar el desarrollo situacional de la historia de Hatidze, en la interpretación del espectador, ¿han procurado los directores en no intervenir? Los directores no narran el documental, el narrador es el mismo filme. No superponen puntos de vista, no entrevistan a expertos, no hay un solo comentario en la película que no provenga de la misma historia. Entonces, ¿acerca esto el cine a la objetividad? ¿Es un respeto a la no intervención? Digamos que este documental es tan objetivo como lo era Nanuk, el esquimal (1922), o como lo es este artículo.

Después de todo, son unos macedonios retratando a unos turcos y la relación con la región Balcánica. La intervención está presente, pero a través de un experimento de semiótica sobresaliente, de una elegancia únicamente comparable con Close Up (1996), de Abbas Kiarostami, donde la sutileza de la metarrealidad es un logro por sí misma. En todo caso, si intervienen, no hubiésemos tenido nuestro villano.

Etnografía Antropológica

El primitivismo humano, básico, involutivo, es la vergüenza del mundo civilizado, y en muchas ocasiones considerado un desequilibrio de la existencia moderna. ¿Un desequilibrio? Bueno, esta es una película sobre equilibrios.

Toma la mitad, deja la mitad. Mitad documental, mitad ficción. Mitad bondad, mitad maldad. Mitad belleza, mitad fealdad. Así mismo es el espíritu humano, es contradictorio, paradójico y de a ratos desbalanceado, y necesita del equilibrio para garantizar la sanidad.  La conservación de ese equilibrio es vital para la supervivencia, tanto en la raza como en nuestro planeta, y así lo sugiere Honeyland. La película es ambientalista, esa intención está ahí. Sin embargo, el significado de una obra trasciende enormemente a la intención de su autor. Entonces, además del ambientalismo que movilizó a este equipo a empezar a rodar esta obra maravillosa, ha resultado un trabajo determinado también a ser antropológico; y que materializa visualmente algunas de las preguntas más importantes sobre la existencia, aborda con gran atino en los temas muy relacionados a la antropología, además del ambientalismo,  tales como la relación de la humanidad con el planeta, la avaricia, la explotación animal, la depredación capitalista, la suerte, la definición de civilización, la indefensión de las minorías, la desesperanza, la soledad y lo más importante de todo: la resiliencia. Tan escasa y solo reservada para algunos.

Honeyland es un espejo en el que vemos nuestro reflejo más horrible. Un espejo que nos avergüenza, nos conmueva, y nos invita a ser mejores, a superar nuestro propio salvajismo. Es un trabajo etnográfico, porque observa una aldea muy salvaje y de prácticas primitivas: la aldea global. Donde quiera que estemos dos de nosotros, estarán los mismos problemas. Definitivamente debemos repensar nuestra relación con nuestro planeta, pero también debemos repensar nuestra relación entre nosotros mismos, y con nosotros mismos.  Luego de una hora y media de película, luego de sentir, de pensar y después de toda nuestra civilización, ¿Tenemos alguno nosotros algo que reclamar a la historia de esta apicultora de Macedonia?

Cuando la abeja madre ya no está, las abejas obreras se van. Así lo ha hecho Hatidze, se ha marchado, dejando atrás su panal gastado. El documental no muestra en imágenes el lugar hacia donde se dirige Hatidze, lo muestra en texto, pero no le permite al espectador observar su nueva vida, su libertad; porque ¿será ella realmente libre? ¿Se puede ser humano y ser libre? Y finalmente, ¿quién es el villano en esta historia? ¿Es el vecino? ¿Es la depredación capitalista? ¿O somos todos nosotros?

 

-Fade to black –

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