POR: HUGO PAGÁN SOTO
El cine es pura magia, de eso estoy convencido. Que un montón de imágenes o algún tipo al que sólo conocemos por sus obras pueda cruzar los caminos de un grupo de desconocidos hasta convertirlos en una especie de familia no puede tener una mejor descripción. Se necesita a veces algo tan definitivo y absoluto como la muerte para confirmar lo que el corazón ya sabía. Ese grupo de cinéfilos empedernidos se ha mezclado tanto que los lazos trascienden el placer por el celuloide. En algún momento, y no sabría especificar cómo ni cuando, llegó Máximo lo que sí puedo asegurar es que estuvo ahí desde el día cero y se mantuvo firme.
No podía ser para menos, el adiós de un amante del cine tenía por obligación que convertirse en una memoria de película. Una estampa que ahora parece sacada de uno de esos filmes que tanto disfrutabas. Me hubiera gustado un final más a lo Spielberg y no algo tan Haneke pero… los planos seguirían llegando y conforme nos acercábamos al lugar del adiós final los elementos se iban sumando. La carpa que albergaba a los que allí nos dimos cita por algún lugar dejaba leer «Hepburn», un sentimiento extraño estrujó mi corazón, esto no es coincidencia me susurró Edwin. Luego vino la lluvia, el viento tempestuoso… un cliché, así me dijo Maracallo mientras nos despedíamos. El cine fue el culpable de esta relación y al parecer quería dejar bien claro ese precedente, sin el cine estas líneas no existirían.
Ya no nos encontraremos sentados butaca con butaca en algún cine o intercambiando argumentos en alguno de mis artículos. Pero seguro nos seguiremos encontrando entre un fotograma y otro cada vez que una actuación, una secuencia o algún plano te acerque a mi memoria.
Y así son las cosas Dios los cría y el cine los junta…