Puntuación: 2.5 de 5.

Me dio trabajo llegar al musical. De todos los géneros cinematográficos fue el único que por mucho tiempo evadí. La reconciliación llegó con Maria, Tony, Riff y Anita, al compás de los acordes de Leonard Bernstein. Fue en la sala de la Cinemateca Dominicana donde por primera vez vi West Side Story (1961). Este punto de inflexión me abrió las puertas a clásicos que había marginado en base a prejuicios. Después llegarían títulos como Singin in the Rain (1952), Cabaret (1972) y otros más transgresores como Dancer in the Dark (2000). La lista es larga y es una puerta que no me arrepiento de haber cruzado.

En 2016 cuando atravesaba una especie de desierto en mi cinefilia, me senté en una sala de cine sin saber que un musical me iba a hacer recordar por qué amo el cine. La La Land (2016) de Damien Chazelle me hizo revivir la magia del cine como si fuera la primera vez. Las razones son asunto de otro artículo, si les interesa pueden leer mi reseña sobre el filme. Si han llegado hasta aquí imagino que no están aburridos, les hago todo este cuento para que entiendan que no hay nada en mí que mueva al desprecio por el género musical, por el contrario, lo admiro.

En El Barrio

In the Heights (2021) dirigida por Jon M. Chu es una adaptación del musical creado por Lin-Manuel Miranda y Quiara alegría Hudes. La obra recibió cuatro premios Tony: Mejor Musical, Mejor Música Original, Mejor Coreografía y Mejor Orquestación. El gran éxito en Estados Unidos le impulsó a viajar por el mundo y desde su estreno en 2008 la obra ha sido adaptada en casi todos los continentes. El corazón de la obra es la comunidad latina del vecindario de Washington Heights en la ciudad de Nueva York. Los personajes que sigue la historia hacen su vida en este microcosmos en el que los dominicanos representan el más alto porcentaje. Se puede decir que Washington Heights es una pequeña República Dominicana.

Usnavi (Anthony Ramos) ha vivido toda su vida en esta parte de Manhattan y es dueño de una pequeña bodega. Su sueño es regresar a su natal República Dominicana y revivir el sueño de su difunto padre. Usnavi trabaja hasta el cansancio para reconstruir “El Sueñito”, un bar en la playa que su padre administraba y que le genera los más preciosos recuerdos. De manera paralela a la utopía de Usnavi ruedan otros anhelos en las venas de Vanessa (Melissa Barrerra), que sueña con convertirse en una famosa diseñadora de modas. Unas casas más allá encontramos a Nina (Leslie Grace) y su intento de conseguir un título universitario con el apoyo de su padre Kevin (Jimmy Smits) otro inmigrante que ha puesto todo el empeño para garantizar a su hija los privilegios que él no tuvo.

In the Heights
In the Heights (Google Images)

A través de un reluciente cristal

La ambición más grande de In the Heights es representar toda esa mezcla de culturas que ebulle en las calles de este pintoresco vecindario. Poniendo en primer plano a los dominicanos y siguiendo por ese camino para tropezarnos con boricuas, cubanos, colombianos, etc.…

En ese intento de retratar los colores de esas banderas el filme encuentra en bache que no puede salvar. Los personajes se estiran y se refinan tanto que lo que nos queda es una figura maquillada de la realidad. Vemos todo desde un reluciente cristal que no deja espacio para imperfecciones ni para la más mínima impureza. El retrato del dominicano migrante queda reducido a una calcomanía de la isla con los colores de la bandera y a una idílica playa de arena blanca y aguas turquesa. Las otras comunidades se ahogan en unos cantos sobrados de gracia y encanto pero que fracasan en mostrar la identidad de sus culturas.

La técnica no falla, hay una perfecta comunión entre los elementos que hacen posible la puesta en escena. La cámara se desplaza con dinamismo entre las precisas coreografías y los escenarios que se inventan entre las calles de ese ecosistema que respira salsa, merengue, ron y cerveza. Es aquí donde In the Heights respira sin apuros y hasta grita a todo pulmón. El detalle en cada número musical se mide hasta el milímetro y no hay nada fuera de tono. En particular me quedo con el solo de la abuela Claudia (Olga Merediz) como el momento que mejor combina la esencia del musical y ese lastre que siempre arrastra el inmigrante. La danza en el subterráneo y el decorado que le acompaña es en realidad un momento brillante del filme. Lamentablemente esta es una excepción y no la regla.

In the Heights lo apuesta todo por el espectáculo visual y en esa parte no decepciona, pero cuando intenta ir más allá y abrazar el discurso de las culturas minoritarias y representarlas en pantalla hace un servicio deshonroso. Igual sus 2 horas y 23 minutos no le benefician para mantener el ritmo que, por momentos, toca niveles que nos hacen mirar el reloj o como diría el gran amigo y maestro Armando Almánzar, “a cambiar de nalgas”. Este último es indicador infalible para saber si estamos ante una buena o una mala película.